viernes, 2 de julio de 2010

Primera parte... de 1970 a 1972. I de él y sus secretos.

Primera parte... de 1970 a 1972

I de él y sus secretos.

Siempre me decía que le habría gustado vivir todas las vidas y no sólo ésta.

Creo que quería decir que no estaba del todo conforme con la suya… o tal vez que le habría gustado hacer muchas más cosas de las que hizo.

Yo sabía que no era un hombre común pero él así se sentía. Alguna vez me dijo que había soñado con ser sacerdote, con correr a ayudar a la gente necesitada y tenderles la mano cuando nadie más podía hacerlo, creo que más que por ellos lo decía por sí mismo, para perdonarse por todo y para sentir que lo que había vivido conservaba algún sentido. También, alguna vez lo escuché murmurar mientras lloraba, decía “Nadie debería sentirse así”. Jamás sabré a qué se refería. Él nunca se creyó lo suficientemente bueno, por más que le dijéramos que lo era.

Yo que sigo aquí, en este mundo, me siento una prolongación de alguna parte de él, de algún deseo suyo. Nací como eso quizá. Algo de su búsqueda aún permanece en mí, y ahora mismo me siento responsable de encontrar lo que él nunca pudo, para dárselo en sueños algún día.

Solía decir, cuando yo aún era un niño, que le habría gustado ser un hombre rico y tener bienes en abundancia, para darnos todo lo que queríamos, a nosotros, sólo a nosotros. Regalarnos la vida qué él creyó que merecíamos, buena ropa y buen calzado. Una vida llena de viajes a lugares lejanos, y de abundancia, una casa en el campo con una biblioteca y un balcón para leer y un rincón silencioso para contemplar el mundo, una vida como la que él en algún momento tuvo. Claro, todo esto fue antes de ese viaje. Después, cuando volvió cambió tanto que se olvidó de todo, siento que hasta de nosotros.

A veces creo que su sueño más grande fue el de ser siempre un violinista y vivir de ello. Aun cuando de tomó cursos en lugares importantes con maestros reconocidísimos, y llegó a ganar algunos premios, de pronto y de tajo, desde su regreso, dejó todo eso de lado, era como si nunca hubiera sido lo que para mí siempre fue. No hacía más que pasar los días, casi inmóvil, en una pequeña choza al lado de una playa solitaria que le había dejado mi madre antes de morir. Nada lo animaba verdaderamente entonces, nada le desprendía una sonrisa del rostro. Pocas veces lo escuché reír desde que volvió, quizá un par mientras trataba desesperadamente de contentarle contándole chistes bobos. Sin embargo sus risas no hacían más que titilarle en la boca, tan pronto aparecían, desaparecían sin dejar siquiera un leve perfume de optimismo en su humanidad. Eso siempre me apagaba el ánimo.

Para esos días, sus últimos, no hacía mucho más en su chocita de la playa que escuchar sus propias interpretaciones de unas piezas para violín de Chausson que había grabado en sus buenos años.

Se paseaba descalzo por la playa en la noche. Miraba entonces su oscurísima sombra de halo plateado en la negra arena pintada por la noche. A veces lloraba con la mirada fija en el alba, inmutable, como si sus lágrimas fueran el único suceso, y así se quedaba a veces hasta el ocaso. Cuando lloraba así, parecía que no había razón alguna. Lloraba como si fuera un regalo de alguien o para alguien. Una oración, un llanto en paz, un llanto que no le deformaba el rostro, que tan sólo le delineaba las mejillas inmóviles, que le confortaba el alma… a mí me parecía un llanto viejo, que apenas sí existía, ya sin significado.

Alguna vez lo observé casi en trance, poseído por algún misterioso prodigio perpetuamente incomprensible para mí. Lo espié de hecho. Lo que hacía era levantar las manos hacia las estrellas de la misma manera en la que me pedía que corriera a sus brazos cuando era niño, alzaba el rostro y daba vueltas muy lentamente, ahí, a la orilla de su playa, ésa de aguas demasiado saladas como para hacerlo feliz. Lloraba como si le pidiera a alguien que regresara, o que no lo olvidara, cosa que para el caso era lo mismo. Extraño ritual. Lloraba en soledad a una bóveda salpicada de puntitos brillantes; demasiado lejanos como para que les importara. Él creía realmente que las estrellas tenían vida y que lo podían escuchar. Tal vez por eso me caía tan bien. Porque siempre me pareció más un niño tonto que mi padre.

Se sentía solo aunque estuviera yo ahí, acompañándolo, a veces en silencio, otras veces con un par de palabras esporádicas y galletas de mantequilla. Solo como había nacido, solo como tenía que morir. Solo aun con compañía, solo porque la soledad no es cuestión de no tener realmente a nadie, sino que es cuestión de amor. Eso era lo que tal vez no tenía.

No sé por qué hasta ahora reflexiono acerca todas estas cosas.

Miento. Si sé por qué ahora...

El tiempo avanza más lentamente que de costumbre, es difícil sobrellevar este pesar, esta hambre tan profunda y este denso aire de olor a flores, a café y sándwiches de jamón. El murmurar casi inaudible de todos los que me rodean y me dirigen de vez en cuando una mirada que me incomoda, se vuelve cada vez más insoportable. La escena que ahora vivo se desarrolla sobre una fina y tensísima lámina de cristal, ahumado por la pesadumbre y a punto de romperse. Me he sentido al borde de gritarles que no es para tanto, que desde hace mucho tiempo me estoy haciendo a la idea, y que está bien así.

Ya sé que deben creer que me duele mucho, pero no saben que no es verdad, por lo menos no ahora. No puedo llorar aunque lo intento; me apena. Quisiera poder deshacerme en lágrimas como aquella viejita de la esquina que dicen que es mi tía pero que es primera vez que veo. Quisiera parecer y sentirme alguien que merecía todo aquello que de él tuve.

Nunca me faltó en vida, y ahora que lo único que queda de él es ese tieso cuerpo pétreo, de estatura reducida y cabellos blancos, presiento que pronto llegará el momento en que una punzada en el corazón no me deje de atormentar por todos los años que me quedan. Su ausencia será desastrosa, pero ahora no la puedo sentir. No puedo porque ayer fue cuando encontré el libro rojo. Ese libro de pasta blanda con todas esas cosas, respuestas amputadas de su alma. Un laberinto por resolver. La sombra de sus recuerdos atrapados desordenadamente en letras ansiosas me persigue y me atormenta. Ahora mismo siento todas esas confesiones, apenas entendibles, como entes que me exigen liberarles, quitarles su cárcel de secreto.

II de mí y mi mundo.

–Odio los sentimentalismos. De hecho, odio a los músicos románticos; demasiada debilidad de espíritu como para merecer siquiera mi atención. Eso de morirse por alguien; qué tontería. Odio a los escritores cursis y a los que graban discos con poemas de tianguis; por cierto esos discos son muy populares en estos días ¿eh? Si algo hay en la vida que merece ser citado en alguna obra de arte eso no será el sentimentalismo; eso me queda claro. Los sentimientos son emociones que adornan nuestra patética existencia, parecen darle un sentido a este teatro barato que la humanidad ha venido armando, pero no son nada importante. Desde ese ingenuo Adán con su tonta Eva, obedeciendo a sus ridículas proyecciones internas; remanentes de simio supersticioso. Esa tonta autoridad represiva clavada en sus cabezas tan severamente. Y para colmo bautizaron dicha sensación con el nombre de “dios”. Tristes hombres los que sufren creyendo en él. Dejemos algo claro Pepe, yo no soy supersticioso. Y por alguna razón que no pienso analizar, me siento cómodo con mi rechazo hacia la gente supersticiosa; ¡Qué va! Digo odio pero no es para tanto. Digamos que simplemente no estoy dispuesto a tolerar una posición incómoda en un empleo donde todos los que me rodean son unos idiotas. Gente que ha perdido su capacidad de indignación. Pobres diablos con las cabezas agachadas, aceptando la mísera dádiva de unos tipos que lo único que quieren es conservar el poder que la oposición les quiere arrebatar, y ¿todo por qué?, porque “dios nos dio este trabajo”, “no claudiques”, “ama a tu prójimo” y demás barateces; carajo, como si se pudiera amar a todo mundo. Cuanta tontería caray. Ya lo decía Marx, ¿recuerdas?, la crítica, la denuncia, la indignación. Estas cosas sí son valiosas porque, ¿qué se ganó en el romanticismo?, nada. El romanticismo pertenece al pasado, es un arte que no cambia nada ni sirve para nada. Esa es música para perdedores. Mira a Beethoven, tachando indignado su sinfonía “Napoleónica” y rebautizándola como “Heroica” cuando el tal Napoleón tantito hizo algo que no le gustó al buen Ludwig; caray qué falibles somos los humanos, y qué delicaditos por cierto. En qué poca cosa depositamos nuestras esperanzas, en una bola de idiotas más idiotas que los idiotas con fe, y con qué facilidad nos sentimos defraudados. Por eso yo no creo en los sentimientos; la esperanza, la fe, el altruismo. ¡Bah! Los sentimientos siempre tienen dos caras Pepe, nos hacen sentir bien un rato, pero cuando nos damos cuenta de que estábamos equivocados, nos tiran al piso a chillar como puerquito en víspera de convertirse en chicharrón. ¡Qué tremenda capacidad de necear tenemos!, ¡pregúntale a Almudena!

–Sabes que esas cosas de comunistas no son muy de mi agrado Manuel –Dijo José con gran paciencia, sorprendido por mi gran enojo–. Mira, debes de tener cuidado con lo que dices. Está bien que no estés de acuerdo con muchas cosas, pero no tienes por qué andar por ahí gritando a los cuatro vientos que todos son unos idiotas; pareces un menchevique. Hay gente para la cual dios lo es todo, y también hay gente que no tiene opciones para…

–En el supuesto caso de que dios exista –interrumpí astutamente, mientras le miraba como si le hubiera puesto en jaque mate.

–Bueno… hablar contigo siempre es muy difícil amigo –me dijo desviando la mirada, y sacó un cigarrillo más de la cajetilla–. Eres muy irreverente Manuel, créeme, no te conviene andar gritando lo que piensas; no a cualquier persona le puedes revelar tus verdaderos pensamientos, esas cosas traen problemas –encendió el cigarro con calma y apagó el fósforo–. Si te hubiera oído tu papá hablar así de Beethoven, en sus buenos tiempos te habría roto el hocico de un chingadazo.

–Bah, romperme el hocico... la violencia es el último recurso del incompetente Pepillo, o por lo menos eso decía el buen Asimov. Siempre hay mejores maneras de resolver las cosas. El diálogo, por poner un ejemplo. Hablando de diálogo, más vale que empieces a decirme por qué me citaste a esta hora, y qué pinta Almudena en todo esto.

En verdad hallaba muy difícil hablar conmigo, lo notaba. Esto es, me atrevo a suponer, porque siempre creía que yo iba dos pasos delante de cualquier situación. Creía que yo tenía miles de puntos de vista diferentes acerca de muchas cosas, y que poseía el talento para dilucidar cuál refutaba a los demás. A José no le gustaba discutir conmigo. Sobre todo acerca de aquellas cosas que él sabía que me apasionaban. Aunque debo confesarlo, siempre he sido así. Pese a mis intentos de ser racional en mis todos mis actos, estos siempre se ven contaminados por algún atisbo de emoción. ¡Qué va! Por chorros imparables de emoción, vaya contradicción; claro. Tal vez eso es lo que a José no le gustaba del todo de mí; que había temas que no podía tocar sin provocarme miles de gestos de incomodidad. De cualquier manera José, Pepe de cariño, siempre había estado conmigo; en todo momento. Él era mi amigo.

Lo había conocido en el colegio. Estaba parado en la puerta del aula donde la maestra Leticia daba su clase. Mi madre me había regalado un estuche de esos que tienen compartimentos abatibles especiales hasta para el pegamento y los clips, y para mí el estuche era como un robot alienígena misteriosísimo que se trasformaba en miles de cosas. Estaba yo jugando con mi robot-estuche, cuando una niña me acusó de haber quemado sus tijeras de plástico. Claro que sí lo hice. Mi fascinación por el fuego era tal, que en mis mozos años reducía a cenizas cualquier florecimiento de prudencia en mí. Cualquier cosa capaz de producir fuego reclamaba mi atención de inmediato. Y por supuesto, la prohibición de mecheros en la escuela los volvía mucho más atractivos para mí. José se me acercó sin decir palabra y me arrebató el estuche-robot donde tenía escondido el mechero, antes de que la maestra se me acercara para interrogarme. Lo sacó y se lo guardó en la bolsa del pantalón, y cuando llegó la maestra se echó la culpa. Al preguntarle por qué lo había hecho, me dijo que tenía algo importante que mostrarme, pero que ocultara mi estuche.

Era algo muy extraño; nunca antes nadie se me acercó de esa manera sin conocerme, y mucho menos se había sacrificado por mí. Después de haber sido reprendido y amenazado con su expulsión del colegio, José me llevó, con un semblante serio, como si se tratase de un secreto de estado, a un viejo almacén que estaba en el patio trasero, y en donde el conserje guardaba los pedazos de madera de las butacas ya jubiladas por su vejez. El olor a madera vieja cambió el ambiente a mi alrededor, de pronto me sentí como en un recinto mágico. Ninguna iglesia en la que hasta entonces hubiese entrado me parecía ni la mitad de sagrada que aquel lugar. Lentamente me condujo a través de un túnel hecho de restos de madera y metal por donde apenas sí cabíamos, y que llevaba a un pequeño espacio en el interior de una montaña de butacas rotas apiladas. Una vez dentro de su escondite, los delgados rayos de luz que se lograban colar, tejían una red de formas interesantísimas sobre el atar que mi nuevo amigo se disponía a mostrarme.

Se trataba de una escenificación de alguna caricatura de robots de la cual yo era devoto. Los personajes estaban hechos de restos de estuches-robots como el mío, toscamente unidos con pegamento, chinchetas y cinta de aislar. “Almudena rompió mi estuche. Que no encuentre el tuyo” me dijo calmadamente. Él se había dedicado desde entonces a buscar robots-estuche rotos en la basura, y a repararlos a manera de rito. A partir de ese momento la reparación de estuches-robots dejó de ser para él una manera de lamentar la pérdida del primero, ahora era algo que nos unía, una actividad que compartíamos sólo nosotros dos.

Fue entonces que comencé a dibujar a José en mi mente. Él era un niño que no había conocido a su padre y para el cual, su madre y su gato “Fico” eran la totalidad del mundo. Solía ser muy supersticioso; para él todas las cosas tenían una razón de ser. Una vez, saliendo de la escuela, miró un ave negra posarse delante de nuestros ojos; acto seguido, el abusón de la clase lo tomó por detrás, lo golpeó y le quitó su almuerzo. Nunca pude hacerlo desistir de su idea de que el ave anunció el prodigio, ni desviarle la atención de las aves negras.

Era un niño de mirada oscura, pequeño y delgado. Comía muy lento y pocas veces se lo veía serio. Su espíritu altruista lo acompañó desde siempre, quizá desde antes de nacer. Era capaz de gastarse la mitad del dinero que le daba su mamá para comprar un sándwich y dárselo a los perros abandonados; nunca entendió por qué la gente abandonaba sus mascotas. Creo que aún ahora no lo entiende. La amistad que mantenía con José había sido siempre algo maravilloso para mí, tanto que cuando mi padre me mandó a estudiar a la Ciudad Capital era lo único que extrañaba, creo que incluso más que a mi familia y a mi perro. Para ese entonces, nuestra interacción se limitaba a una esporádica carta, un par de llamadas por teléfono a la semana para ponernos al tanto de nuestros líos amorosos, y a veces, cortas pero divertidísimas visitas a nuestras respectivas ciudades. Retrospectivas de nuestras travesuras. Yo viví desde los catorce años fuera de casa, con una tía acaudalada que se ofreció a cuidarme en la Ciudad Capital.

Llevé a cabo mi bachillerato y mi carrera en una institución de modesta reputación –sería porque no le había dado tiempo de brillar en tan poco tiempo de existir, ya que los catedráticos eran todos geniales–. Terminé con honores la carrera de Historia del Arte; pero pese al brillante futuro que se le podría vaticinar a alguien con semejantes notas, lo único que encontré para mí al regresar a casa fue un empleo en una institución de desarrollo académico. Revisábamos y modificábamos los exámenes que se les aplicaban a los estudiantes de una secundaria federal. A veces resentía el hecho de que un licenciado en historia del arte tuviera que dedicarse largo tiempo a cargar cajas y a soportar pláticas superficiales acerca de la música. Estudié Historia del Arte creo que por influencia de mi padre. Recuerdo que nunca paraba de hablar de Vieuxtemps y de Brahms, pero sobre todo de Chausson. Su carrera como violinista se había visto truncada por un extraño viaje al extranjero. Un día de pronto y como pudo, se excusó conmigo. Estaba yo dormido y se me acercó. Me acarició la cabeza y me dijo muy suavemente que tenía que irse, pero que regresaría pronto, que cuidara a mamá mientras no estuviera, que nunca la dejara sola.

Al estar mi padre fuera y al ver que mi madre no podía pagarme la carrera ni el hospedaje en la Ciudad Capital, mi tía Rebeca se ofreció a hospedarme y costearme los estudios. Aunque rompí mi promesa de no abandonar a mamá no me importó demasiado. Ella insistía en que si me iba y estudiaba sería más feliz que si me quedaba. Papá no volvió en varios años, sin embargo creo que heredé la pasión con la que solía hablar de la música. Solamente que a mí no se me había dado tanto la ejecución, así que preferí estudiar el arte desde una perspectiva no práctica.

Aún lo recuerdo como si lo hubiera visto ayer. Parecía transportarse realmente a un mundo diferente. Tocaba del violín de una manera asombrosa. Tan pronto lo ponía en su cuello se le transformaba el semblante. Pasaba de tener un gesto gentil a uno de seriedad infinita. Una convicción que nunca vi en nadie más. Interpretaba siempre arriesgándolo todo, hasta creo que hubiera arriesgado la vida; apostado el alma. Desde siempre me habló del concierto de Tchaikovski; el día que lo escuché tocarlo por primera vez casi desfallezco. Tenía entonces nueve años y aún ahora no olvido ese día en el teatro de la ciudad. Desde esa edad ya tenía claro que lo mío no era la ejecución, no tanto porque no me gustara sino porque alguna torpeza en mis dedos me traicionaba siempre en las clases a las que asistía con miedo. Sí, lo mío era entender el arte de otra manera, una menos involucrada, más escéptica, una en la cual era capaz de descifrar ciertas cosas de la música que para mi padre siempre permanecieron tras el más oscuro de los velos, aunque también, una manera menos noble quizá.

Eran ya altas horas de la noche. Estaba con Pepe en su casa porque me había citado para contarme algo acerca de Almudena.

Sí, casualmente la niña de las tijeras chamuscadas se convirtió en mi novia; mi prometida.

Pese a que esa niña chillona me había acusado, y en su momento me había parecido un ser más despreciable que Judas, la verdad es que poseía un encanto natural extraordinario. Se movía con una ligereza propia de una princesa. Parecía despreciar todo a su camino, como si sintiera que nada merecía la bendición de su mirada; claro que estas cosas en un principio me causaron nauseas, y de las feas. Sin embargo, el hecho de proveernos casi semanalmente de pedacería de estuches-robots hizo que me interesara en conocerla. ¿Por qué odiaba tanto los estuches y los destruía?, ¿No podía ver la hermosura y perfección en esos artefactos? Robaba los estuches de mis compañeros casi de manera compulsiva. Nunca nadie se dio cuenta salvó Pepe y yo, y nunca la delatamos. Se acercaba a los propietarios de los estuches, y planeaba cada movimiento con magistral precisión; cual estafador consumado. Dominaba el arte de distraer. Ya fuera con su hermosísima mirada de ojos avellana, o con señas y gestos que dispersaban la atención de todos; Toda una carterista. Un día la seguí. Iba caminando tranquilamente, disimulando el crimen recién cometido con un perfecto caminar de niña aristócrata, que hacía juego con esos zapatitos de charol color vino, y la falda roja del uniforme escolar. Al llegar a las escaleras que llevaban al segundo piso, abrió una pequeña puerta que daba al lugar donde se encontraba la cisterna que proveía de agua a toda la escuela. Entró, y yo me quedé afuera buscando una rendija para espiarla. Cuando pude asomarme, me di cuenta de lo que ahí se estaba llevando a cabo. Se sentó en el suelo, y fue cuando vi sus manitas de ángel desarmar poco a poco a la víctima; luego la vi juntar las piezas y echarlas en bolsitas de supermercado, las mismas bolsitas que luego Pepe encontraría en la basura, y que nos proveerían de materia prima para nuestras creaciones. Todo lo hacía con tanto orden que daba miedo. Consideraba inútil todas las piezas salvo los resortes. Mi intriga crecía al ver como los aplanaba hasta obtener un hilo largo y dorado. Luego hacía trenzas con esos hilos, y los torcía hasta que parecían anillos. Terminada la operación se dispuso a salir. Corrí a esconderme para no ser descubierto. Salió y no me vio. Siguió caminando hacía el aula donde un niño lloraba amargamente porque no encontraba su estuche nuevo. No pude delatarla por más que mi consciencia me lo ordenaba, y no podía porque había un misterio que tenía que resolver. Claro, estaba contribuyendo indirectamente a una ola de crímenes, pero el deseo de descubrir sus motivos me obligaba a callar. Si la delataba, seguramente se enteraría de que yo había sido, y nunca más me dirigiría ni una de sus congeladoras miradas.

Un día de tantos se me acercó; noté que vacilaba. Se me quedó mirando, cosa que me asustó, estiró la mano para darme algo, dudé un poco antes de estirar la mía. Al tocar sus deditos soltó uno de los anillos que fabricaba con vísceras de robot y lo dejó en mi mano. Acto seguido se echó a correr. No voy a negar que ese primer contacto físico con ella hizo que se me estremeciera la piel. Ella era una niña que no podía odiar, más que por pequeños momentos; cuando me acusó por ejemplo. Sin embargo las demás veces que la odié fue porque no me miraba. Me molestaba que ni siquiera me volteara a ver, que no me notara en lo absoluto. Yo en cambio, era el primero en notar su olor a champú de manzanilla todos los días cuando llegaba, era el único en notar cuando se ponía una calcetita que no hacía par con la otra, o cuando su mamá no la había peinado bien. Notaba todos sus gestos de indiferencia tan acentuados y que me molestaban. Creo que para entonces ya los sabía de memoria.

Al día siguiente me armé de valor y me acerqué a ella en el receso dispuesto a interrogarla. Me temblaron las piernas y no pude decir ni una sola palabra. Me quedé petrificado mirándola. Ella en cambio, con el rostro poseído por una extraña calma, me pidió disculpas por haberme acusado sin tener yo la culpa. Habló en contra de José, dijo que era un niño malo que quemaba tijeras. Me mordí el alma por dentro pero no pude confesar mi fechoría. Sabía que estaba traicionando a Pepe, pero no podía arriesgarme a perder esa mirada. Un segundo mirándola a los ojos valía más que cualquier estuche-robot del mundo, aún más que el Hombre-Catarina. Me dijo que ese anillo lo había hecho con alambritos de oro que se encontraba en el patio –miente muy bien, pensé–, y que me lo había regalado porque el señor de la joyería le había dicho que no le podía dar dinero por ninguna de sus artesanías, entonces se le ocurrió que la perdonaría si me lo regalaba. Me dijo que valía mucho. Que el joyero era un tonto que no sabía de metales preciosos.

No supe qué pensar en ese momento, sólo sentía cosquillas en la boca del estómago y ganas de ir al baño. A partir de ese día mi atención la dividía en dos. Almudena la capturaba todo el día durante las clases, cosa que perjudicaba mis notas, y Pepe la ocupaba la otra parte del día, lo cual me hacía llevadera la vida.

Descubrí poco a poco la facilidad con la que Almudena mentía. Era un talento interesantísimo y abría mi mundo a miles de posibilidades. Sobre todo porque era un arma extraordinaria; contar con el apoyo de una niña con rostro de ángel a la cual le creían todo lo que ella decía no tenía comparación. Ella venía de una familia de abolengo, pero en reciente crisis económica, que había llegado hacía unos meses a la ciudad. Durante mucho tiempo Almudena me mintió acerca de las razones por las cuales estaban aquí. Mintió también acerca de por qué desarmaba los estuches. Tiempo después habría de descubrir que lo que quería era vender el oro que tenían dentro para darle ese dinero a su mamá. Supuse entonces que lo que sucedía. Ella estaba acostumbrada a una vida a la cual había tenido que renunciar dada la quiebra inminente que se le vino encima a la familia. Su familia era dueña de una pequeña cadena de panaderías en una ciudad cercana. Un día, uno de los panaderos planeó un robo en el cual participaron varios de los empleados. Al ser denunciados, ellos inventaron que se cometían abusos en su contra. Como suele pasar, se dictaminó que eran verdaderos los testimonios de los rateros, y se procedió a multar, por una cantidad de considerable resentimiento para la economía creciente de su familia, a su padre. Se alegó que se debían pagar indemnizaciones por daño moral, explotación, abuso laboral, en incluso acoso. Poco tiempo después, Almudena habría de notar que lo que más le dolió a su madre de todo el alboroto, era el haber tenido que vender el, en su momento inmenso, ajuar de joyas que había heredado, enriquecido y atesorado durante su juventud. Por alguna razón, para su madre esas artesanías de color del la miel pero que no se podían comer, parecían valer más que cualquier cosa en el mundo.